Skinamarink (Skinamarink: El despertar del mal, Canadá, 100’, 2022) Dirección: Kyle Edward Ball. Guion: Kyle Edward Ball. Fotografía: Jamie McRae. Intérpretes: Jaime Hill, Ross Paul, Lucas Paul, Dali Rose Tetreault.
Por Nicolás Di Cataldo
Es una opinión que comienza a transformase en un hecho la idea de que lo sensorial en el cine poco a poco va muriendo. Comienza en su narrativa que, ante la competencia de un mercado saturado, necesita que las cosas sean pasivas y pasajeras. O incluso en su contexto, donde las salas de cine quedan relegadas a los televisores hogareños y la interrupción está al alcance de un botón. Pero lo tristemente cierto es que las películas cada día van perdiendo sensibilidad… Hasta que aparece una propuesta como Skinamarink que, sin llegar a ser una obra maestra, construye una propuesta arriesgadamente terrorífica, jugando con aquel espectador que sea paciente y se muestre permeable ante el horror y el desamparo.
La película trata sobre dos niños que se despiertan en el medio de la noche para descubrir que su padre ha desaparecido. Mientras recorren la casa, los niños descubren algo más: todas las puertas y ventanas para salir de la casa ya no están más.
Contado de esta forma el argumento de Skinamarink nos produce curiosidad ante un planteo que a primeras suena simple, pero efectivo. La mala noticia es que su trama no avanza mucho más que eso, al menos hasta el tramo final. La buena noticia, para aquellos dispuestos a presenciarla, es que el film no necesita de mucho más narrativamente: es en su propuesta técnica donde el osado experimento de su novel director Kyle Edward Ball, llega y nos lleva a límites borrosos, abandonados y vulnerables.
Ante el primer hecho de los dos niños que funciona como un desencadenante, la película continúa jugando desde el aspecto fotográfico con encuadres estáticos, con composiciones algo corridas y muchas veces hacia objetos inanimados de la casa, como el mobiliario, las escaleras, la televisión prendida en la oscuridad. Allí, Ball nos sumerge en un cosmos íntimo pero escalofriante, donde vemos las siluetas de los niños que se mueven, inocentes y sin miedo, por una casa silenciosa. La iluminación del film juega con profundos claroscuros y claves tonales bajas, debido a que la luz artificial del hogar muchas veces no funciona. Nuestro temor y desconocimiento aumenta a medida que pasan los minutos, con un montaje casi ausente y largos planos donde predomina el tiempo real. Ball juega de esta manera con nuestro temor más primigenio, aquel que poseemos como raza: la oscuridad.
El sonido complementa de forma perfecta lo que sucede en la imagen, con composiciones de ruidos blancos o colchones de sonidos graves que logran hacer más espesos los ambientes de aquel lugar. El diálogo no es algo recurrente en el film, pero sí un juego con algunas voces que susurran y aun así se distinguen, con cierta deformación en sus frecuencias, provocándonos escalofríos ante el incentivo de nuestra imaginación por aquello que debemos imaginar al no poder distinguirlo con claridad.
La sensorialidad de Skinamarink radica en cómo el espectador se da el lugar para conectar con aquello que está viendo. Y es que para esta película en particular no es válido su visionado una tarde cualquiera en el televisor de casa, mientras hay actividad en la cocina o en uno de los cuartos, con las cortinas desordenadas en la ventana y dejando pasar algo de luz. El horror de este film se sustenta en base al contexto que nosotros como espectadores también generamos para poder entrar, durante una hora y media, en su angustiante ilusión de abandono y soledad. No es algo sencillo de realizar y requiere una atención particular el comportarnos como testigos activos y dejarnos llevar en una función a altas horas de la noche, donde la oscuridad y el silencio de nuestra realidad pueda permitirse estacionar en el territorio hostil de aquellos largos fotogramas.
El contenido en cierto punto indescriptible de Skinamarink funciona como un experimento traumático, pero no como una historia narrativa clásica y de fórmulas ya conocidas por todos, en especial en un género tan bastardeado como el terror. La innovación en su forma de contar y conectar con el espectador da como resultado una manifestación clara en la división de opiniones antes que la unificación en la misma. Sin embargo, la ópera prima de Ball nos demuestra a un director con potencial en el género una vez que logre potenciar una máxima que en esta película se ve, se nota y se siente: dejar de narrar desde la reacción permanente.