Singularidades de una chica rubia (Singularidades de uma rapariga loira, Portugal, 61’, 2009) Dirección: Manoel de Oliveira. Guion: Manoel de Oliveira -basado en la historia de José María Eça de Queiroz- Fotografía: Sabine Lancelin. Intérpretes: Ricardo Trepa, Catarina Wallenstein, Diogo Dória, Júlia Buisel.
Por Nicolás Di Cataldo
Hay películas que desde el momento de su concepción nacen para dividir al público. Su principal función se basa en la peculiaridad de su historia o la forma en que se desarrolla, invitando a la reflexión de unos y al rechazo de otros. Pero tal vez, en aquella batalla sobre los gustos y el juicio específico sobre la película en sí, olvidamos un aspecto crucial: el contexto. Singularidades de una chica rubia nos presenta este dilema a la hora de enfrentarnos a su visionado, ya que, aunque para un reducido grupo pueda resultar y agradar con creces, para la gran mayoría termina siendo una propuesta lenta y exasperante.
La historia comienza con un muchacho que, durante un largo viaje en tren, le cuenta a su desconocida acompañante el relato de amor más grande y trágico que ha sufrido en su vida: él, siendo un contador que trabaja para su tío, se enamora de una chica que empieza a ver con frecuencia en el balcón que está enfrente de su oficina. Y cuando se lo comunica a su tío, este no solo que no aprueba sus sentimientos, sino que le amenaza de que corte todo contacto con ella si no quiere perder su trabajo.
A simple vista parece una historia sobre la imposibilidad de un romance que ya hemos visto muchas veces y uno tiene razón, pero la peculiaridad es que al desarrollarse en la época actual lo que vemos contradice acciones que nos parecen casi ridículas en estos tiempos. Y allí es donde está el manejo que realiza el prolífico director Manoel de Oliveira al realizar la adaptación de un cuento del siglo XIX del escritor José María Eça de Queiroz. Con una propuesta arriesgada, el director portugués decide contarnos los comportamientos, gestos, y sensaciones de una época anterior en nuestra actualidad, con resultados diversos y discutibles.
Y es que la película, de apenas una hora, nos arrastra por hermosos paisajes bajo encuadres fijos que abarcan un pedazo de esa realidad donde los personajes viven y se mueven, entrando y saliendo ante nuestros ojos. Se utiliza la profundidad de campo y la visión a través de las ventanas, emulando al mejor Orson Welles. El tiempo fluye en la película a través de la forma más pura de la imagen, sin un montaje que altere o suprima. Pero lamentablemente los segundos en donde los personajes trabajan, hablan e interactúan se van sintiendo y producen que el ritmo del film toque lugares cansinos y repetitivos.
Las actuaciones de la pareja protagonista del contador y la misteriosa chica nos intentan sumergir en la idea de la adaptación a través de gestos de tradición y pudor, donde las muestras de afecto o la sensibilidad del hombre al llorar son escondidos de la cámara, sucediendo fuera del encuadre, tapados ante nosotros como si se tratara de conductas mal vistas en el pasado o que generaban vergüenza. Y si bien a medida que transcurre el largometraje estas interacciones se van haciendo más claras en el espectador activo que participa en la historia, para cuando sucede muchos han perdido en la batalla más difícil a la que se enfrenta todo cineasta: que el público no conecte con lo que le cuenta.
Pero no todo es malo. Los seguidores acérrimos de Manoel de Oliveira encontrarán en Singularidades de una chica rubia una historia curiosa y discreta, que, si bien no está entre las mejores de su extensa filmografía, será bien recordada por aquellos que ya conocen de antemano los caminos sinuosos de su director.
El final de la película termina de encapsular una breve historia casi anecdótica donde prima cómo lo simple, a fin de cuentas, termina siendo mucho más complejo de lo esperado. Y, al terminar el visionado, uno no puede evitar preguntarse si a pesar de su corta duración, Singularidades de una chica rubia no es más que un cortometraje alargado. Un relato del que, si hubiésemos conocido algo de su contexto antes de entrar, aquel viaje en tren podría habernos llevado, junto con su protagonista, a otro destino no solo desde la imagen sino desde su narrativa: un todo menos críptico y más cálido.